Creo –cómo no- en las vastas (y largamente demostradas) posibilidades del cine como vehículo de exploración y de expresión estética, artística, incluso filosófica. Pero, respetando el cine arte -que frecuento con deleite algunas pocas noches, como quien visita a un amigo denso y de conversación oscura, que nos dejará cavilando y nockeado varios días-, creo y gusto más, como cualquier mortal en una tarde de domingo, de aquél cine que sin jugar a ser teatro, sin jugar a ser libro, explora sus propias posibilidades técnicas de expresión (por algo Borges prefería Hollywood a los estudios europeos) para lograr aquello que el viejo Aristóteles definió siglos ha como catarsis. Ese salirnos de nosotros mismos por un momento –rapto, fuga- para ponernos en el pellejo de seres de celuloide –o del material del que estén hechas las cintas digitales-, y en ese nuevo envase vivir vicariamente lo que de otra manera jamás hubiéramos vivido. Lejos de dejarnos turulatos, como el cine arte y el oscuro amigo que mencionaba, esas fugas –a la comedia, a la aventura, a la acción, a la fantasía- nos hacen sentir leves, casi de la misma sustancia que el vuelo de los pájaros.
Todo esto es apenas una excusa para recordar cuán leve y risueño me sentí cuando me cupo ver las dos películas que ha filmado el cineasta boliviano y tarijeño Rodrigo Ayala Bluske; dos comedias en las que –con ironía e insólitas situaciones de humor de por medio- desfilan ante nosotros, trazando un ameno retrato sociológico, los distintos tipos humanos que, para bien o para mal, hacen a la forma de ser de este país tan nuestro y tan ajeno; dejando perfilado, con particular relieve, el modo de vivir, ver (y beber) la vida de los habitantes de Tarija, aquella hermosa comarca del sureste donde las risas son más cantarinas y el singani más claro, como las aguas de sus ríos y la imaginación de sus artistas, de los cuales Ayala es un agudo, conspicuo e ingenioso representante, con todo lo que ello de bueno (y de mordaz) implica.