miércoles, 3 de agosto de 2011

Rodrigo Ayala y el cine "provinciano" (Fernando Molina)



Apartado de los mercados culturales; entregado al veredicto de unas pequeñas élites que sólo reconocen las obras que pueden ser consumidas por mediación suya, es decir, a través de una interpretación erudita o político-ideológica que se halle a su cargo, el arte narrativo boliviano, tanto escrito como filmado, ha tenido hasta ahora muy pocas posibilidades de desarrollo.

Más que contar una historia, lo que la mayoría de los autores pretende hacer es afectar las clasificaciones teórico-históricas de los críticos, y entonces abundan los proyectos de “primeras novelas” o “primeras películas” en tal o cual área; la primera película boliviana de terror, la primera novela boliviana de ciencia ficción, el primer filme tarijeño o chuquisaqueño, etc.

Cada vez que vamos al cine u ojeamos una novela nacional, podemos presentir esta interlocución casi enfática entre el director o el escritor y un grupo más o menos entrevisto de críticos y periodistas, sus pares, para quienes escriben o filman, y a quienes desean persuadir no tanto con el argumento de su talento --que podría postularse como un valor universal--, sino con su capacidad para trasplantar a Bolivia, y aclimatar en ella, eso que autores y críticos admiran por igual.

Así tenemos, en general, un arte que se hace valioso cuando emite una señal de que parece “contemporáneo” e “internacional”, es decir, que copia bien las iniciativas vanguardistas de Europa y Estados Unidos.

Ésta es la forma particular que tienen las élites culturales de reproducir la actitud de las otras élites nacionales, las económicas. Al final, de ellas se desprenden y con ellas conviven, aunque sea en el papel, acordado silenciosamente entre ambas, de contrapunto crítico.

Para ambos tipos de élites, Bolivia es muy poca cosa, por lo que aspiran a otras formas de organización social y a otros estilos de vida, pero no solamente para sumarse a ellos, sino también para importarlos y aplicarlos aquí como modelos.

Por supuesto, no quiero decir otra cosa, las importaciones son inevitables, pues nunca nada puede ser totalmente endógeno; el problema está en que se crea que además son panaceas que transformarán radical y vertiginosamente la realidad pequeña, triste y carenciada que nos es propia. Esto ocurre en economía, cuando se importan las recetas neoliberales o estatistas, y en arte cuando se pretende hacer “la primera” película o novela de tal o cual tipo.

Luego la panacea no funciona, claro, y entonces se sucede la desilusión: las élites económicas se vuelven a convencer de que el país “no está preparado” para su grandeza; y las culturales, que todos sus componentes son genios incomprendidos.

No existe un gesto más provinciano que éste: sentir que las verdaderas necesidades del entorno, ya realizadas hace tanto por los demás países, deben dejarse de lado porque son demasiado pedestres para uno. No hay nada más provinciano que buscar en cambio “ser otro”.

Aquí residen las causas profundas de la injusta saña con que alguna crítica ha acogido las dos comedias de Rodrigo Ayala, Día de boda (2008) e Historias de vino, singani y alcoba (2009), puesto que ellas: a) no apelan a un reconocimiento ni una interpretación consagrada de parte de los intelectuales, periodistas y críticos; b) no pretenden impactar sobre los pares de su director, es decir, sobre los demás artistas bolivianos, con la aplicación de algún paradigma externo admirado por todos; c) no quieren negar, maquillar o sofisticar la realidad nacional que a estas élites les resulta, como hemos visto, pedestre.
  
En otras palabras, son parte de lo que esta crítica considera “cine provinciano”, pero sólo porque sus valores (los valores de la crítica) son en verdad provincianos, es decir, mirarse en las vanguardias extranjeras.

Las películas de Ayala son particularmente irritantes para los esquemas provincianos del cine nacional porque no pretenden hacer un cine “con mensaje”, de “corriente”, es decir, diseñado para triunfar en los premios internacionales y de espaldas al público real. Tampoco son películas puramente comerciales, porque las condiciones bolivianas no permiten competir desde ese punto de vista, y no tendría sentido para el director o su equipo de producción.

Son películas que pretenden narrar, no simbolizar, el referente y la subjetividad de sus responsables, lo que requiere una combinación entre conocimiento de los valores y percepciones del público, y el talento artístico de los autores. Ésta es la función básica del arte y sólo cuando se realiza plenamente es posible que se den, ulteriormente, elaboraciones y/o alteraciones vanguardistas.

Otro asunto es que estas comedias lo logren plenamente o no. Se trata de intentos valiosos, justamente porque carecen de los complejos anotados, pero también de intentos más o menos fallidos. Aunque en arte los éxitos se cuentan con los dedos de una mano y entonces lo que en verdad interesa no es si se fracasa o no, sino en qué área y con qué probabilidades de evolución posterior.

El esfuerzo de Ayala tiene un gran potencial para que en algún momento su cine llegue a contar, con una claridad que no se ha tenido desde los logros de Jorge Sanjinés y Antonio Eguino en los años 70, una historia “propia”, lo que no quiere decir “boliviana”, sino “auténtica”, verdaderamente sentida y pensada por el propio Ayala, en tanto autor de la misma. Un cine que no intente ser “el primero” en tal o cual área, sino genuina expresión del propio Ayala. El cual, claro, lleva en sí determinantes culturales, geográficos, etc.
Ayala tiene este potencial por su capacidad narrativa y su desprejuicio respecto de los mitos y tabúes del “cine de autor” boliviano. Si no lo ha logrado aún es porque lo bueno también viene con lo malo: la fecundidad viene con cierto apresuramiento en el trabajo y la vocación de llegar al mercado deriva a veces en malas decisiones, como la de moverse en los marcos de la comedia tradicional. Ayala, que cuenta con una indudable pericia técnica para contar, no ha encontrado en la comedia el canal adecuado para expresarse. Es posible que sus virtudes intelectuales y creativas se expresen con una voz más segura y acertada en géneros que sean más compatibles y desafiantes para ellas. Para lo cual, como primer paso, Ayala mismo tiene que reevaluar su propio perfil, sacando a relucir algunas capacidades (su conocimiento sociológico e histórico, su siempre afilada intuición política) que ahora aparecen como secundarias.

Se trata de un necesario proceso de maduración que, si tenemos suerte, puede dar como resultado a un creador audiovisual de primerísimo nivel, por lo menos si sabe mantener su propia mirada, incluso en contra de la tremenda adversidad de una crítica frívola, sumaria, partidaria e implacable como la que debe enfrentar. Si sabe mirar sin que lo ayuden a ello las élites culturales, sino con sus propios ojos.

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